jueves, 25 de noviembre de 2010

LA TIERRA DE LOS MUERTOS VIVIENTES (GEORGE A. ROMERO)

Como en la mayoría de películas de zombis, la idea principal es siempre idéntica: Sus amigos y vecinos de toda la vida ahora son zombis y quieren comerle (el cerebro a ser posible).

La historia parte de una sociedad que ha sobrevivido a un holocausto zombi y se encuentra en una situación de extrema inestabilidad y miseria. A diferencia de otras muchas películas de este género, los supervivientes ya se encuentran totalmente familiarizados con estas criaturas por lo que nos ahorraremos escuchar frases del tipo: “¡Oh, dios mío! ¡¿Por qué quieren comernos?!” o “¡Cuidado! Si uno de esos cabrones apestosos te muerde te conviertes en uno de ellos”. En esta colectividad nadie se alarma ya por la existencia de muertos que vuelven a la vida y el problema primordial está más enfocado hacia las diferencias entre ricos y pobres surgidas en la nueva sociedad.

La emergente comunidad se puede resumir de la siguiente manera: Los ciudadanos acaudalados viven en una torre ciclópea (Fiddler’s Green) abastecidos cómodamente por un grupo de audaces mercenarios que incesantemente se juegan el tipo para recolectar suministros básicos, y los pobres se las ven y se las desean para malvivir. Ricos oportunistas que aprovechan su poder para posicionarse sobre los más desfavorecidos. ¿Metáforas? No. Gracias.


Otro de los puntos llamativos de esta producción es el insólito protagonismo que se le otorga a los zombies. Por medio de un zombie de raza negra se relata, de manera nefasta (dicho sea de paso), la evolución que sufren estos engendros. Como en cualquier guión cinematográfico medianamente admisible hay que desarrollar adecuadamente o, al menos de una forma coherente, el carácter de los personajes. En esta cinta, los zombis son tratados como una especie animal más que se encuentra en un proceso evolutivo trascendental. Esta premisa puede parecer cautivadora en un primer momento pero todo ello (y Darwin estaría de acuerdo conmigo) se descompone cuando lo que en la naturaleza sucede a lo largo de millones de primaveras se lo pasa nuestro simpático afro-zombi por el forro de sus putrefactas bolas, logrando un avance evolutivo de millones de años en una sola noche. Al llegar el crepúsculo aprenden a comunicarse con gruñidos, tomar conciencia de grupo, manejar armas e incluso “bucear” o, lo que es lo mismo, a aprovechar el tiempo como dios manda.

Momentos patéticos. Es difícil quedarse solo con uno, por lo que analizaré los que más me han llamado la atención a través de los personajes que los protagonizan:

El compinche de Cholo que se queda junto al río para asegurarse de que Kaufman envía el dinero. Este joven ha desarrollado avanzadas técnicas para sobrevivir a los muertos vivientes. Para empezar escucha música a todo trapo a través de unos cascos (lo que aumenta su capacidad para percibir infrasonidos), se desplaza mediante un monopatín y, además, entre sus aficiones favoritas destaca “acariciar ratas a la luz de la luna” (es un romántico).


Manolete. Cuando presentan a este individuo se refieren a el como Manuel. Él, en ese momento, realiza una aclaración que cambiará el rumbo de la humanidad, y dice: “No. Me llamo Manolete. Como el torero”. Inmediatamente después se toca la hombrera de traje de luces que su madre le ha cosido en la cazadora y deja, de este modo, bien claro que es un tipo muy muy raro.

Riley. Es el héroe de la película pero no rezuma el carisma necesario que debería tener la estrella de un filme de esta índole. De hecho, ni siquiera le dejan la frase más farolera de esta pieza cinematográfica, que le pertenece al rollizo mercenario, Pillsbury:

- ¿Que coño sabrá un samoano de puentear coches? ¡Joder!
- En Samoa roban 50.000 coches al año.
-¿Ah si? Pues en Detroit un millón.
-En Detroit hay 50 millones de coches. En Samoa 50.000. Los roban todos.

Pero Romero reservaba a Riley la frase más emotiva del relato y, cuando están a punto de descargar toda la furia de “ El Azote de los Muertos” (autobús customizado con armas variadas) sobre los cadáveres andantes que acaban de arrasar la ciudad, dice: “No. Solo buscan un lugar a donde ir. Como nosotros”. Es probable que la emoción en este momento nos invada y nos echemos a llorar como cándidos e ingenuos bebés. O, tal vez, rápidamente, más rápido todavía de lo que se descompone Cholo al convertirse en zombi, terminemos de cogerle a Riley una manía monumental.


En definitiva, cuando alguien va a ver una película de George A. Romero sabe lo que se va a encontrar. Ni la historia, ni el apartado técnico aporta innovación alguna en el mundo del cine pero es un largometraje que, aunque no te va a conmover, se deja ver.